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Hacia La Meta – Libro Digital de Gustavo Leegstra

27/08/2020

Hacia La Meta – Libro Digital de Gustavo Leegstra

Un camino por recorrer.

27 agosto 2020

Por Gustavo C. Leegstra

Contenido:

Prólogo

Introducción: LA VIDA DEL DISCÍPULO COMO UN CAMINO A RECORRER


Parte I: LA NECESIDAD DE UNA META DEFINIDACapítulo 1: Nuestra metaCapítulo 2: Consideraciones prácticas


Parte II: PELIGROS EN EL CAMINO.Capítulo 3: DistraccionesCapítulo 4: Los perrosCapítulo 5: Pescadores de otras cosasCapítulo 6: Tropiezos y caídas Capítulo 7: Aparente fatiga


Parte III: LOS QUE CAMINAN CON NOSOTROSCapítulo 8: Los que van adelante y los que nos siguenCapítulo 9: Velocidad, perseverancia y compañerismo


Parte IV: FACTORES QUE AYUDANCapítulo 10: Descanso y aire puroCapítulo 11: Buena alimentación y respiración regular


Epílogo: LA NECESIDAD DE UNA CONSTANTE  CORRECCIÓN DEL RUMBO

PRÓLOGO (Daniel Divano)

Jesús frecuentemente enseñaba por parábolas, utilizando imágenes y circunstancias comunes de la vida diaria: La parábola del sembrador, de la oveja perdida, de los talentos, etc.De eso se trata este escrito.Cuando comencé a escuchar las reflexiones de Gustavo, en una predicación basada en su experiencia de “salir a correr”, me sonó un poco raro. Pero a medida que lo fue desarrollando, me fui entusiasmando, hasta que por la mitad del mensaje, quedé fascinado.¡Qué sencillez y claridad para explicar verdades fundamentales de nuestra fe a partir de sus experiencias!Si hay un tema que impactó y sigue impactando mi vida es esta “carrera que tenemos por delante” hasta alcanzar La Meta: ser formados a la imagen de Cristo.Este glorioso Propósito Eterno de Dios que el Espíritu Santo nos reveló, ha dado sentido a nuestras vidas y ayudado a entender mejor las Escrituras.¡Y ahí estaba Gustavo, con claridad meridiana y mucha gracia, explicando las distintas facetas que implica este tema, utilizando diferentes situaciones de sus caminatas continuas, y aplicándolas a la vida del discípulo en su camino a la meta!


Tengo que agradecerle por su espiritualidad y sensibilidad, al mezclar el sano ejercicio físico con las canciones de alabanza, las oraciones y la meditación de las Escrituras.Por exponer sus propias debilidades, fracasos y preocupaciones.Por su pensamiento puesto continuamente en la iglesia, en la comunidad de los discípulos, en la carga de ser transformados a la imagen de Cristo.


Recomiendo la lectura de este escrito que traerá fe, revelación y edificación, al lector sediento de alcanzar la meta, y de ayudar también a otros en este proceso de transformación.Encontrará en esta parábola elementos muy útiles para lograrlo.Recomiendo especialmente prestar atención a las amonestaciones y advertencias que nos previenen de perder el rumbo, distrayéndonos de seguir en el Camino que es Cristo mismo.¡A Dios sea la gloria!

Daniel Divano, Diciembre de 2019.

INTRODUCCIÓN

La vida del discípulo como un camino a recorrer.

Hace unos 15 años, y casi por cumplir 40, me di cuenta de que, para mis casi 1,80 m de estatura, un peso de 122 kg, era mucho. Tenía mucho sobrepeso, que condicionaba mi vida en ese momento, y seguro complicaría mi salud en el futuro. Algo tenía que hacer.
Así que comencé a intentar con diversas dietas. Tenía que cambiar mi alimentación. Reducir y hasta eliminar algunas cosas, incorporar otras. Finalmente, encontré una dieta que me dio algunos resultados satisfactorios.
Pero también comprendí que solamente con las dietas no bastaría. Tendría que hacer ejercicios físicos. Por eso, comencé a caminar un trayecto de 2 km partiendo desde mi casa. Luego trotaba algunos tramos, alargaba el recorrido,  y trotaba un poco más, tres y hasta cuatro veces por semana. 
Hoy tengo 54 años, y no he dejado de entrenar, como mínimo, tres veces por semana. Se ha creado en mí un hábito. Mi recorrido alcanza una distancia, en promedio, de 5 km. Hago toda la ida trotando, ¡aunque al ritmo de un hombre que está transitando la sexta década de su vida! Generalmente también vuelvo  trotando, aunque, a veces, en verano, por la temperatura reinante en mi ciudad, en algunos tramos, camino.
La gran mayoría de las veces, salgo a hacer mis ejercicios solo. Por eso, al principio me resultaba algo tedioso, aburrido. Y eso iba en contra de mi persistencia y mi constancia. Entonces, comencé a ocupar mi mente. A veces, repasaba mentalmente alguna enseñanza bíblica. Otras, ante la proximidad de un retiro espiritual, y dado que generalmente me ocupo de las finanzas de esos encuentros, sumado a mi gusto por los números, durante todo el recorrido iba haciendo cálculos de ingresos, gastos y las perspectivas económicas. Pero lo más productivo para mí, aunque  no lo más frecuente,  era cuando ocupaba ese tiempo en orar al Señor y cantarle.  Mirando hacia atrás, esa combinación de actividad física con tiempo devocional fue de gran valor para todo mi ser: espíritu, alma y cuerpo.
Fue en esos tiempos que Dios comenzó a hablarme; como si estuviera contándome una de las parábolas que solía compartir con sus discípulos. Cada cosa que veía en mi recorrido comenzó a tener una correspondencia con mi vida espiritual, con el avance de mi vida cristiana. Ese paralelo entre la carrera física y el andar de nuestras vidas como discípulos de Jesucristo, es el tema y desarrollo de este trabajo. Es sólo un relato en forma de parábola. Tiene un alto contenido devocional. No pretende ser riguroso en lo conceptual. Pero sí, a lo largo de su desarrollo, irá resaltando muchas de aquellas verdades que dieron origen, hace 50 años, al movimiento de renovación y restauración de la Iglesia al que pertenezco. Verdades antiguas que fueron parte de la vida victoriosa de la iglesia del Nuevo Testamento.
Algunos materiales de este movimiento fueron llamados “Puerta, Camino y Meta”, o “Caminando con Jesús”, entendiendo que en la vida de un discípulo de Jesús hay un comienzo, un desarrollo y un objetivo a alcanzar. Comprendiendo también que el desarrollo de esa vida tiene que  ver con un camino. Esta interpretación no es caprichosa. Jesús mismo dijo: “Yo soy el camino” (Juan 14:6).
También en muchas ocasiones, en el libro de los Hechos, notamos que se distingue a esa iglesia primitiva como “los del Camino”.  Saulo, luego Pablo, antes de convertirse a Cristo, fue al Sumo Sacerdote “y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de que si hallase algunos hombres o mujeres de este Camino, los trajese presos a Jerusalén.” (Hechos 9:2)
Siendo Pablo ya un apóstol del Cristo, fue a Éfeso, entró a una sinagoga a predicar el Evangelio del Reino, y Lucas nos cuenta que “endureciéndose algunos y no creyendo, maldijeron el Camino delante de la multitud”. En esa ciudad, la situación se volvió más conflictiva, y Lucas también nos declara: “Hubo por aquel tiempo un disturbio no pequeño acerca del Camino”. (Hechos 19:9,23) 
Luego, en las defensas de su fe delante de las autoridades, declara: “Perseguía yo este Camino hasta la muerte, prendiendo y entregando en cárceles a hombres y mujeres” (Hechos 22:4), y “Pero esto te confieso, que según el Camino que ellos llaman herejía, así sirvo al Dios de mis padres” (Hechos 24:14).
Si leemos con cuidado muchas de las cartas apostólicas, también encontraremos el paralelismo entre nuestra vida en Cristo y un camino, una carrera, que requiere que nos preparemos como se prepara el atleta para competir. Así que repito, no es caprichosa la comparación.  Así que entendí que Dios, en su gracia y misericordia, me estaba hablando.
Todo lo que recibí, lo volqué en un pequeño apunte que tenía el título de este trabajo, y que comencé a compartir con distintos grupos de hermanos. Fue un gran amigo y pastor de muchos, Daniel Divano, quien me animó construir este  escrito. Espero que sea para la edificación espiritual de los que lo lean, así como lo  fue también para mi vida.
Rosario, marzo de 2019

PARTE I

LA NECESIDAD DE UNA META DEFINIDA

CAPÍTULO 1                     
NUESTRA META

Rosario es una ciudad argentina de aproximadamente un millón de habitantes. Todo el este de la ciudad está bañado por el gran río Paraná, muy caudaloso, que nace en el sur de Brasil y desemboca en el Río de la Plata en Buenos Aires, capital de la República Argentina.
Es precisamente bordeando este río, por la avenida costanera (aunque va tomando, en su recorrido, distintos nombres) que comencé (y sigo hasta el día de hoy) mi rutina de entrenamiento físico. Comienzo en el estadio de fútbol de Rosario Central, y sigo por un espacio de 5 km.

Mi recorrido es de sur a norte. A mi derecha, como describí, está el río: clubes náuticos, embarcaciones de gran calado, y también pequeños veleros y kayaks, son el paisaje constante. A mi izquierda, se suceden clubes deportivos, un hermoso parque, un gran centro comercial, una planta de generación termoeléctrica, y grandes casas residenciales de hermosas fachadas. A ambos lados, aquí y allá, existe una variada oferta gastronómica. Aunque lo más típico son los platos de pescado de río.
Después de esta ubicación espacial, quiero dejar en claro que lo que me permitió ser constante, persistente en mi rutina, fue la definición clara y precisa de una meta para mi carrera. Como les conté antes, la meta era llegar a los 5 km.
Los que hemos sido salvados por la Sangre preciosa de Jesucristo, los que hemos sido adoptados como hijos del Padre, los que somos sus discípulos y participantes de su Iglesia, tenemos una meta, un objetivo, un blanco bien definido y especifico. Eso da sentido, potencia y propósito a nuestras vidas.
Es una tragedia vivir nuestras vidas en Cristo sin tener claro el objetivo final. Recuerdo cuando tuve mi experiencia de conversión, a los 17 años. Yo no era un gran pecador, no tenía grandes vicios. Aunque sí tenía pecados. Pero era muy consciente de un profundo vacío en mi corazón. No entendía para qué vivía. Jesús me perdonó todos los pecados, pero también llenó ese vacío y proveyó un  propósito a mi vida. La tragedia a la que me refiero, puede ocurrir en aquellos que experimentan el nuevo nacimiento, el perdón de los pecados, pero permanecen sin revelación, ignorantes, en cuanto al propósito de Dios, del cual Él nos quiere hacer partícipes.
Pablo (no sólo por su condición de apóstol) tenía una meta definida. Meditemos en sus palabras:
“No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús.”(Fil. 3:12-14)
Esta meta no es la conversión y la redención del hombre. ¡No confundamos el comienzo del Camino con el final! Imaginen ustedes que al comenzar a recorrer mi trayecto, me autoconvenciera de que ya llegué, que ya recorrí los 5000 metros. ¡Sería una locura! Lo trágico, y un engaño, es creer y enseñar a los demás que el nuevo nacimiento es la meta de la carrera, cuando en realidad, ¡es la largada!
El propósito de Dios para el hombre fue definido antes de su Creación. Volvamos a Pablo y a sus palabras, que arrojan luz sobre el asunto:
“Nos escogió en él antes de la fundación del mundo, para que fuésemos santos y sin mancha delante de él,  en amor habiéndonos predestinado para ser adoptados hijos suyos por medio de Jesucristo, según el puro afecto de su voluntad” (Efesios 1:4-5).
Es decir, antes de que todo lo creado existiese, antes de Génesis 1, el Padre había predefinido un objetivo, una meta para nosotros: Ser adoptados hijos suyos, ser santos y sin mancha, no delante de esta sociedad, ni siquiera delante de sus otros hijos. Dios quería hijos santos y sin mancha delante de Él.
Tal vez, la definición más clara de esta meta aparece en la carta a la iglesia de Roma:
“Y sabemos que a los que aman a Dios, todas las cosas les ayudan a bien, esto es, a los que conforme a su propósito son llamados. Porque a los que antes conoció, también los predestinó para que fuesen hechos conformes a la imagen de su Hijo, para que él sea el primogénito entre muchos hermanos.” (Rom. 8:28-29)
Entonces, podemos decir que nuestra meta se tiene que alinear perfectamente con el propósito del Padre Celestial. Este propósito fue establecido antes de que el mundo existiera. El pecado atacó violentamente la santidad y la pureza que Dios quería para su máxima creación, el hombre. La salvación no es la meta. Es el medio, provisto por el Hijo, Jesucristo, para que volvamos a caminar hacia la meta. Pero ¿cuál es la meta entonces?Dios quiere tener una familia de muchos hijos semejantes a Jesús.
En forma práctica, esto significa:
– Ser solícitos en guardar la unidad del Espíritu en el vínculo de la paz (Ef. 4:3). Pablo le pide a una iglesia unida (aunque con grietas internas) que guarde la unidad, la cual es un tesoro. Es necesario aclarar que esta unidad debe ser guardada sin contaminar la verdad de Dios ni debilitar la santidad del Cuerpo de Cristo (Rom. 16:17-18).
– Ser conscientes de que somos familia de Dios. Debemos vivir entre nosotros ese ambiente familiar. Para esto, no basta con reuniones. Las reuniones no son lo central. Lo esencial son las relaciones entre los hermanos. La existencia de padres y madres espirituales que cuidan de los recién nacidos, la presencia de jóvenes en la fe que ayudan a esos padres y madres, mientras se preparan para ser padres ellos también. Una verdadera familia que vive todos los días en ese vínculo de amor.
– Ser apasionados en el deseo de ganar a otros para Cristo. Dios no quiere un pequeño pueblo. Él desea muchos hijos, abundante descendencia espiritual. Nos dejó el Evangelio del Reino, formidable herramienta para convertir a un vil pecador en un seguidor obediente de Jesucristo. El Padre quiere gran cantidad de hijos, de discípulos. No fans o prosélitos.  Es parte de nuestra acción unirnos a Jesús para buscar y salvar lo que se está perdiendo.
-Ser perseverantes en la búsqueda de calidad espiritual. Dios quiere hijos santos y sin mancha. Nuestra vida y nuestra acción tienen que tener este objetivo central: Nuestra vida tiene que ir en una continua transformación a la imagen de Jesucristo. Y nuestra acción debe ser de ayuda perseverante a quienes están caminando junto a nosotros.

CAPÍTULO 2 
CONSIDERACIONES PRÁCTICAS

La cinta para caminar
Cuando comencé a correr, algunos al enterarse, me decían: “¿Por qué no comprás una cinta para caminar?  Así, no tenés que salir de tu casa”. Y la verdad es que no me agradó la idea. En primer lugar, correr al borde del río es gratis. Pero lo que más me molesta de las cintas es que uno camina, y camina… ¡Y siempre está en el mismo lugar! El paisaje es el mismo. Y lo que es peor, no hay avance hacia ningún punto. Parece que el progreso sólo tiene que ver con el tiempo de ejercicio.
Percibo que es lo que ocurre frecuentemente en la vida espiritual. Caminamos “en una cinta”. Pero el escenario es siempre el mismo: las dificultades, las debilidades pecaminosas, las fallas de carácter, son siempre las mismas. No avanzamos hacia ninguna meta. Nos acostumbramos a esa situación como si fuera el comienzo y el final de nuestra vida cristiana. 
Y empeora todo cuando nos convencemos, sinceramente engañados, de que, porque hace años que caminamos en el Señor, hemos crecido mucho. Y aún creemos también que tenemos derecho de ser reconocidos por nuestra fidelidad. 
Pero la realidad es que no basta sólo con el tiempo transcurrido. Lo que de verdad cuenta es el avance hacia la meta lo que marca que estamos bien encaminados.
Andar en círculos
Al comenzar a trotar, luego de recorrer unos 500 metros, hacia mi derecha me encuentro con el amplio y exuberante parque Alem. Allí hay un óvalo de aproximadamente 1 km de contorno. Muchos lo usan para realizar sus entrenamientos, dando vueltas y vueltas. Algunos me dieron la idea de correr allí, en lugar de alejarme tanto de mi casa y mi barrio. “Es más seguro”, me decían. “Si te ocurre algo, no estás tan lejos para volver”. Pero desestimé tal idea. Es como dar vueltas sin llegar tampoco a ninguna parte, con el agravante de no tener un punto de referencia para evaluar el avance. El paisaje cambia por un tiempo, pero después se repite una y otra vez.

Hace unos meses, visitamos con mi esposa el norte de África, y pudimos estar en Egipto. Pasamos tres días al borde del Mar Rojo. El desierto del Sinaí está en frente. Mirando hacia el desierto, no pude menos que recordar al pueblo de Israel en su éxodo de Egipto. Ellos atravesaron milagrosamente el Mar Rojo. Tenían una meta definida: la tierra de Canaán. Se calcula que en dos semanas podrían haber llegado allí. Sin embargo, por su incredulidad, su dureza de corazón, y su desobediencia, estuvieron 40 años andando en círculos por ese desierto.
Tal vez esto pase también con los discípulos de Jesús en la actualidad. Sabemos de dónde hemos salido, pero vivimos nuestras vidas cristianas dando círculos por un desierto. A veces estamos más cerca de la Tierra Prometida, pero a veces parece que nos acercamos a Egipto. El problema de fondo es nuestra falta de fe, dureza de corazón y rebeldía. Y se termina diluyendo en nosotros aquella claridad que teníamos al comenzar el camino.
La necesidad de metas intermedias
 Con el tiempo, fui estableciendo en mi entrenamiento metas parciales. ¡La meta final estaba tan lejos! ¡Era tan alta! Trotar los 5 km era una distancia enorme. Por eso, decidí establecer metas intermedias en mi rutina. Dos puentes, una rotonda, y un conocido balneario, me dieron la oportunidad de dividir el recorrido en kilómetros. Así, cada vez que llegaba a una meta parcial, me animaba. Me decía a mí mismo: “¡Ya falta menos! ¡Ya estoy más cerca de la meta que parecía inalcanzable!”
Así ocurre también en nuestro desarrollo espiritual: ¡Llegar a ser semejantes a Jesucristo es una meta tan alta! La mayoría de las veces parece inalcanzable. Si miramos con honestidad hacia nuestra vida y corazón, hasta nos podemos desanimar. Sé que si miramos firmemente a Jesús,  se renueva nuestra fe y se aclara nuestra esperanza de ser como Él es. Pero ir alcanzando logros intermedios en nuestra senda hacia su semejanza, es algo útil y reconforta nuestra alma.
Hace unos cinco años, mi amigo Daniel Divano me compartió algo que descubrió sobre las resoluciones. Me explicó que son determinaciones que se toman a partir de una revelación del Señor, o a través de la exhortación de un hermano. Al evaluar que algo en mi vida no está bien, o cuando un rasgo de mi carácter no es como el de Jesús, resuelvo en mi interior que necesito cambiar. Tengo que ser transformado. Lo escribo en mis ruegos de oración. Medito en ello, ayuno, lo tengo presente. Lo confieso a otros, pido que me controlen. No me olvido, y lucho en mi corazón hasta que por el Espíritu, mi vida sea transformada en ese aspecto.
Grandes hombres de Dios en la historia de la Iglesia tuvieron su lista de resoluciones. John Wesley tenía muchas. Jonathan Edwards tenía una lista de más de sesenta. Estas resoluciones son mis metas intermedias. Identificar en mi corazón los rasgos contrarios a la vida y el carácter de Jesús, proponerme con todas mis fuerzas cambiarlos, es el comienzo. Ir venciendo, en el poder de Dios, uno a uno estos defectos, será ir acercándome cada vez más a la semejanza de Jesucristo. Serán metas intermedias en mi camino a la Gran Meta Final.

PARTE II

PELIGROS EN EL CAMINO

En el avance hacia la meta a alcanzar en mi entrenamiento físico, me fui dando cuenta de que hay elementos que son obstáculos. Los obstáculos no necesariamente son cosas que me van a hacer abandonar el camino hacia la meta, pero lo pueden retardar. Tal vez algunos de ellos representan un riesgo mayor, pero el blanco está claro, y hay una fuerte convicción de lo que tengo que hacer. El mayor peligro no es el abandono de la carrera. Pero, en mayor o menor grado, estos elementos me distraen, hacen más lento mi andar. La suma de estos elementos, a los que llamo peligros en el camino, pueden, como mínimo, detenerme totalmente, confundirme y dejarme en una situación de riesgo en el tiempo.
Con el tiempo, el Señor me fue mostrando que cada uno de estos elementos peligrosos tiene su correlato en nuestra vida espiritual: nuestro proceso continuo de transformación a la semejanza de Cristo Jesús puede hacerse muy lento, o peor aún, detenerse. Allí corremos el serio peligro de que esa tibieza espiritual nos lleve otra vez, finalmente, al mundo y al pecado.

CAPÍTULO 3
DISTRACCIONES

A poco de comenzar a trotar, aparecen a mi derecha, sobre el Paraná, grandes barcos y pequeños veleros deportivos. Es una atracción para la vista: cada uno con su belleza, su promesa de grandeza o de libertad. También varios clubes deportivos con sus diversas actividades, y todo el atractivo de sus playas.
A mi izquierda puedo ver un inmenso centro comercial. Ofertas de conocidas marcas, vestimenta de última moda, las más grandes casas de electrodomésticos, y un amplio patio de comidas, son  grandes tentaciones para nuestros ojos y un gran peligro de sufrimiento para nuestras economías familiares. Como me dijo un amigo brasileño hace unos años: “Es el templo de Mamón, el dios del dinero”. En mi recorrida, hay una calle lateral que me lleva directamente a la puerta de ingreso.

Muchas veces, mis ojos se sintieron atraídos hacia uno y otro lugar. Mi voluntad fue probada. Mi perseverancia en mirar y seguir hacia la meta estuvo en peligro. Vez tras vez, ¡me obligué a mirar al frente y seguir adelante! 
Al buscar en el Señor nuevamente un paralelo con la vida espiritual, no puedo más que recordar la “Feria de vanidades”, que describe John Bunyan en su libro del siglo XVII,  “El progreso del peregrino”. Allí, el personaje central, Cristiano, junto con su amigo Fiel, tiene que cruzar esa feria llena de peligros en su camino a la Tierra Celestial. Su lenguaje,  vestimenta y objetivos son totalmente extraños para las gentes de aquel lugar.
En nuestro camino hacia la semejanza de Jesús, las ofertas del mundo son un inmenso peligro, un gran riesgo de contaminación y tibieza espiritual. Aceptar las ofertas del mundo no siempre es pecar. Pero atentan contra nuestra pureza espiritual, nos contaminan, nos llevan a la muerte espiritual. Muchos terminan muriendo de una septicemia espiritual, una infección generalizada del alma.
Tal vez tengamos que dedicar un párrafo especial, en esto de las atracciones del mundo, a Internet.  Este formidable avance tecnológico de las últimas décadas se ha convertido en la gran herramienta satánica del siglo XXI. Películas y series de todo tipo, cualquier espectáculo deportivo que nos interese, pueden ser vistos a través de la web. Hoy no alcanza con hablar en contra de la televisión. Los grandes pecados, los escandalosos aún para la sociedad, pueden ser alimentados y facilitados por Internet. Ni hablar de las redes sociales como Facebook, Twitter y otras. Algunas de ellas, verdaderas trampas para muchísimos discípulos del Señor, que caen en su telaraña de seducción. Menciono también la preocupación por la salud espiritual de nuestros hijos y nietos, expuestos al alto poder de contaminación de la red de redes.
No estoy hablando de aislarnos. No propongo convertirnos en monjes del siglo XXI, encerrados en celdas de aislamiento de ignorancia. Internet puede ser una poderosa arma para el Reino de Dios. En realidad, es mi convicción que Dios está usando hoy este medio para expandir su Evangelio, para edificar y conectar a su Iglesia de una manera impensada hace medio siglo atrás. Pero ¡cuidado! Usemos Internet como quien manipula algo a altísima temperatura… ¡Estamos jugando con fuego!
Los primeros apóstoles nos advierten una y otra vez acerca de no contaminarnos con el mundo. Juan nos dice: “No améis al mundo, ni las cosas que están en el mundo. Si alguno ama al mundo, el amor del Padre no está en él. Porque todo lo que hay en el mundo, los deseos de la carne, los deseos de los ojos, y la vanagloria de la vida, no proviene del Padre, sino del mundo. Y el mundo pasa, y sus deseos; pero el que hace la voluntad de Dios permanece para siempre.” (1 Juan 2:15-17)
Santiago es aún más terminante: “Oh almas adúlteras! ¿No sabéis que la amistad del mundo es enemistad contra Dios? Cualquiera, pues, que quiera ser amigo del mundo, se constituye enemigo de Dios. ¿O pensáis que la Escritura dice en vano: El Espíritu que él ha hecho morar en nosotros nos anhela celosamente?” (Santiago 4:4-5)
Es tal vez Pablo quien nos da una claridad mayor en cuanto a nuestra relación con el mundo, entendido como el sistema de valores contrario al Reino de Dios: “Pero lejos esté de mí gloriarme, sino en la cruz de nuestro Señor Jesucristo, por quien el mundo me es crucificado a mí, y yo al mundo.” (Gál. 6:14). Nos habla de cruz y de crucifixión. Es la muerte de un ser humano sobre una cruz. Es muerte violenta, dolorosa. El que asume la cruz, la toma para sí, y voluntariamente está decidiendo de una manera definitiva y traumática, morir. En palabras de Jesús, sin tomar la cruz no se puede ser un discípulo suyo, su seguidor: “Y el que no lleva su cruz y viene en pos de mí, no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:27). 
Me parece discernir, en el pasaje de Gálatas, una crucifixión doble. Por un lado, el mundo está muerto violentamente para el discípulo del Señor. No quiere nada del sistema imperante gobernado por el “príncipe de este mundo”. Jesús también nos dice: “el reino de los cielos sufre violencia, y los violentos lo arrebatan.”(Mateo 11:12). Los verdaderos santos, los discípulos, crucifican violentamente al mundo para ser ellos también, violentos en su fe. Crucifican todo lo que puede contaminar sus ojos, amistades y aún su amor por los deportes, la música o la moda. Matan en esa cruz las palabras y discusiones vanas que tienen que ver con la política, el deporte, la filosofía o las ciencias. Su tema de conversación es Cristo, base de la verdadera comunión. Renuncian también a elementos no pecaminosos, como el confort, el descanso o el propio proyecto de vida.
Pero hay una segunda crucifixión: el mundo nos crucifica a nosotros. No quiere saber nada con nosotros. Nos aísla, se burla de nosotros, nos menosprecia. Tal vez, en ciertas ocasiones y lugares, hasta tengamos que padecer persecución violenta y física, con peligro real para nuestras vidas. Pablo mismo lo anticipó: “Todos los que quieren vivir piadosamente en Cristo Jesús padecerán persecución” (2 Tim. 3:12).  Y también: “Es necesario que a través de muchas tribulaciones entremos en el reino de Dios.” (Hechos 14:22). Jesús proclama que este sufrimiento es fuente de felicidad: “Bienaventurados sois cuando por mi causa os vituperen y os persigan, y digan toda clase de mal contra vosotros, mintiendo. Gozaos y alegraos, porque vuestro galardón es grande en los cielos; porque así persiguieron a los profetas que fueron antes de vosotros” (Mateo 5:11-12). Cuando el mundo es amigable con nosotros, tan condescendiente con la forma en la que vivimos nuestra fe, cabe preguntarnos si habrá algo que no esté bien en nuestra vida en Cristo.
Para concluir, en cuanto a las distracciones del mundo, es importante aclarar algo. La fuente de la seducción no está en internet, en las amistades o en las calles. Jesús dijo: “Lo que sale de la boca, del corazón sale; y esto contamina al hombre.  Porque del corazón salen los malos pensamientos, los homicidios, los adulterios, las fornicaciones, los hurtos, los falsos testimonios, las blasfemias. Estas cosas son las que contaminan al hombre”. (Mateo 15:18-20). El campo de batalla entre el Reino de Dios y la potestad de las tinieblas no es una computadora, el celular o la web: es nuestro corazón. Los enemigos no son nuestros familiares o amistades incrédulas. El problema son las inclinaciones de nuestro corazón contrarias a la Ley de Dios. Como dijo el sabio Salomón: “Sobre toda cosa guardada, guarda tu corazón; porque de él mana la vida. Aparta de ti la perversidad de la boca, y aleja de ti la iniquidad de los labios. Tus ojos miren lo recto, y diríjanse tus párpados hacia lo que tienes delante. Examina la senda de tus pies, y todos tus caminos sean rectos. No te desvíes a la derecha ni a la izquierda; aparta tu pie del mal.  (Prov. 4:23-27)

CAPÍTULO 4
LOS PERROS

Cuando salgo a correr a orillas del Paraná, una de las experiencias más traumáticas para mí ha sido la presencia de perros. La mayoría van con sus dueños, algunos sujetos con una correa, otros libres. Y otros  son perros vagabundos, que están buscando un  dueño. Hoy tengo un poco de miedo cuando veo alguno de estos animales que no están sujetos. No creo que este temor sea sin motivo. 
Hace algunos años, cuando hacía mi rutina, dos perros me encerraron contra una baranda sobre el Paraná. Uno de ellos sólo ladraba. Pero el otro, el más grande, se venía sobre mí en forma amenazante. Tuve miedo. Hasta que escuché la voz de su dueña, a unos cincuenta metros, que los llamaba. Me pregunté por qué no los habría llamado antes. Pasé del miedo al enojo, y después, conmocionado por el momento vivido, mi entrenamiento ya no fue el mismo. Fui más lento, con menos ánimo. Miraba en todas direcciones por si aparecía otro perro. Desde ese día tengo cuidado de los perros. Esa mala experiencia me sirvió como advertencia. 
Pero ¿dónde aparecen, en nuestro paralelo, los perros? Un día, mientras trotaba, orando, mirando con desconfianza los perros acá y allá, recordé una advertencia: “Guardaos de los perros, guardaos de los malos obreros, guardaos de los mutiladores del cuerpo. Porque nosotros somos la circuncisión, los que en espíritu servimos a Dios y nos gloriamos en Cristo Jesús, no teniendo confianza en la carne.” (Filip. 3:2-3).
Entonces comencé a comprender. Esos perros son estructuras religiosas que entorpecen el camino, enturbian nuestra visión hacia el Propósito Eterno. El pasaje citado  se refiere a la corriente judaizante que obligaba a los gentiles a circuncidarse y a guardar la ley judía. Eran las estructuras de religión contra las cuales Jesús se levantó. Esto es más notorio, especialmente, en el evangelio de Juan. Marcos registra estas palabras del Señor: “Dejando el mandamiento de Dios, os aferráis a la tradición de los hombres: los lavamientos de los jarros y de los vasos de beber; y hacéis otras muchas cosas semejantes.” (Marcos 7:8)
¿Qué son estas tradiciones? Son costumbres o estructuras no bíblicas. Tal vez en algún momento tuvieron su razón de ser. Pero después, se eternizan sin que las revisemos. Comenzamos a practicarlas como algo importante y normal. Sin embargo, terminan yendo en contra de aquella dinámica espiritual fundamental que fue la marca de la Iglesia de los Hechos. Esta Iglesia combatió contra esos perros durante todo el primer siglo, y hasta el comienzo del segundo. Al mismo tiempo, aparecieron otras corrientes religiosas, tal vez distintas, pero persiguiendo los mismos fines. ¿Cuáles? Dañar y confundir a los discípulos, obligándolos a observar las estructuras religiosas, quitando la mirada del objetivo: Ser semejantes a Jesucristo.
A lo largo de los siglos, surgieron nuevas corrientes religiosas, más o menos heréticas y contaminantes, hasta que en el siglo IV, con Constantino, la religión conquistó a la iglesia. ¡Qué tragedia! Algunos dicen: “La Iglesia conquistó al imperio Romano”. Pero es una falacia. En realidad, fue el punto culminante de la intromisión religiosa en la vida de la Iglesia. A través de los tiempos, Dios, una y otra vez, movió los corazones de su pueblo verdadero (a veces, un pequeño remanente) para volver al fundamento de la fe de Jesucristo. Fueron irrupciones de Dios para vomitar las tibias estructuras religiosas del Cuerpo de Cristo. 
Como dije en la introducción, pertenezco a uno de estos movimientos, originado en la segunda mitad del siglo XX en nuestro país.  Muchos salieron de sus denominaciones tradicionales para unirse alrededor de las verdades fundamentales que Dios revelaba por su Espíritu. Era un movimiento de verdadera unidad espiritual. No ecumenismo religioso y político. Uno de sus fundadores, Orville Swindoll1, escribe en su libro “Tiempos de Restauración”: “Había unidad entre los pastores que sufrían tensión dentro de los decrépitos odres de sus estructuras eclesiásticas tradicionales”.
Pero al pasar los años, cada uno de estos movimientos se fue enfriando. Los perros entraron de nuevo en acción. Por eso, es nuestra responsabilidad estar siempre alertas. ¿Cómo hacer para no caer en este peligro? Hay dos principios fundamentales, dos filtros para colar cada cosa que enseñemos y hagamos. El primero: Jesús, en su vida terrenal,  es nuestro modelo de carácter, espiritualidad y formación de discípulos. El segundo: La palabra apostólica es nuestra única fuente de información para la edificación de la Iglesia. Cualquier enseñanza o doctrina que no encontremos en la vida y obra de Jesús y la Iglesia del Nuevo Testamento, debemos desecharla. Como dijo nuestro amado Iván Baker1: “Son las cosas que enseñamos que Jesús no enseñó, y las cosas que hacemos que Jesús no hizo, las que dañan y destruyen la Iglesia”.
Algunas aclaraciones: Cuando hablo de perros, me refiero a estructuras religiosas, no a personas o hermanos en la fe. Ellos son objeto del amor, la gracia, la misericordia y la consideración del Señor. Y nosotros, como sus seguidores, tenemos que hacer lo mismo. Estoy hablando, más bien, de filosofías huecas, de sutilezas teológicas, de costumbres esclavizantes, que hacen perder sencillez y humildad al Cuerpo de Cristo. Aunque, cuando surgen hombres que se llaman cristianos  y se desvían de la verdad, enseñando a otros esos errores, ellos mismos personifican a estos perros. Este sería el caso del pasaje de Filipenses señalado. 
Otra aclaración pertinente es que no critico las estructuras religiosas deseando ir hacia la ausencia de estructura. La Iglesia como Cuerpo, como familia, como edificio santo, tiene una estructura. No piensen que levanto la bandera de la “no estructura”. Antes bien, amo aquella estructura sencilla y dinámica que dio vida y poder a la Iglesia neotestamentaria.
Hace poco, un amado hermano de Medio Oriente nos dejó una sencilla analogía que ilustra lo que venimos diciendo: El rey Saúl es figura de la religión. El rey David es figura del hombre nuevo que viene, figura de Cristo. De su descendencia vino Jesús. Dios le quita el reino a Saúl (la religión), y le entrega el Reino a David, tipo de Cristo Jesús. Pero en el cuadro está también Jonatán. Él es hijo de la religión. Pero recibe revelación de Dios, sus ojos son alumbrados. Y entiende que el Reino le será entregado a David. Él ama a David. Quiere estar cerca de él y disfrutar de su amistad. Pero la tragedia es que Jonatán finalmente decide quedarse con su padre. Y termina muriendo con él. 
Este es el serio peligro: ser como Jonatán. Podemos tener revelación de la Verdad de Dios, de los principios del Reino y del Propósito Eterno de Dios. Pero puede ser que  estos perros de la religión y de las tradiciones nos detengan como discípulos y como Iglesia. La continua vigilancia y la valiente decisión de cortar toda influencia religiosa de nuestras vidas y prácticas, nos guardarán de ser heridos. Y evitarán que nuestro avance hacia esa meta gloriosa, que nos fue propuesta desde antes de la fundación del mundo, se vea amenazada.
1. Fundadores de un movimiento de renovación, reforma y restauración de la Iglesia surgido en Buenos Aires, Argentina, en la década de 1960.

CAPÍTULO 5
LOS PESCADORES DE OTRAS COSAS

A lo largo de casi todo mi recorrido a orillas del río Paraná, observo a los pescadores. Generalmente hombres de condición muy humilde, con su precario equipo de pesca. No están sólo sobre el Paraná. También sobre el arroyo Ludueña, que desemboca en el río a la altura del Centro Comercial y la Central Termoeléctrica.
Muchas veces me he sentido tentado a detenerme para mirarlos un poco. Especialmente cuando me parece intuir que hay algo enganchado en sus anzuelos. ¡Es tan emocionante pescar! Por lo menos para mí. Y cuando, efectivamente, los veo sacar pequeñas piezas del río o el arroyo, también veo la emoción en sus rostros. En mi interior deseo hacer algo de eso también: pienso en la satisfacción de sentir el tironeo sobre la caña y ver la pesca saliendo del agua. Pero enseguida recapacito: No estoy allí para pescar. Estoy para correr hacia el objetivo, hacia mi meta.
Mi mente vuela hacia una escena bíblica: “Andando Jesús junto al mar de Galilea, vio a dos hermanos, Simón, llamado Pedro, y Andrés su hermano, que echaban la red en el mar; porque eran pescadores. Y les dijo: Venid en pos de mí, y os haré pescadores de hombres.” (Mateo 4:18-19). Acá Jesús también encuentra pescadores. Pesca diferente en un lugar diferente. Pero la situación es parecida. Y Jesús va a ganar un par de discípulos. Y les dice algo así: “Si quieren ser mis discípulos, dejen esa pesca y conviértanse en pescadores de hombres”.
¿Qué significaría  pescar hombres? Sinceramente, no creo que Pedro y Andrés, hombres del vulgo y sin letras, lo entendieran mucho. Aproximadamente tres años después, luego de su muerte y resurrección, Jesús aclara algo más el llamado: “Toda potestad me es dada en el cielo y en la tierra. Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; enseñándoles que guarden todas las cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo. Amén.” (Mateo 28:18-20). Pescar hombres, en la cosmovisión de Jesús, significa hacer discípulos. Es anunciar y aplicar  el Evangelio del Reino a un pecador perdido. Por el poder de Dios y de este único Evangelio, ese vil pecador se convierte en un discípulo de Jesús, a través de la fe y el arrepentimiento. Completa la entrada al Camino con el bautismo, y recibe el don del Espíritu Santo. Y a partir de allí, caminará con los santos, que los ayudarán a guardar todas las cosas que Jesús ha enseñado. (Es necesario notar aquí que Jesús no pide que enseñemos necesariamente toda la Biblia). 
Pero no creo que el problema del cristiano y de la Iglesia de hoy sea la pesca que observo en mi recorrido. He conocido algunos hermanos que tienen una atracción casi obsesiva por la pesca real. Pero no es lo más  frecuente. Creo que el problema que tenemos es la gran multitud de cristianos que van detrás de pescar otras cosas, en vez de pescar hombres, según la voluntad y la visión de Jesús.
En mi trayecto, estos pescadores, generalmente, están rodeados de perros, esos de los que trato de cuidarme. Los pescadores de otras cosas, también, son alimentados y sustentados por los perros de la religiosidad existente.
Algunos quieren “pescar” ministerios importantes, de los bíblicos. Tal vez quieren ser pastores, profetas o apóstoles. La Escritura dice que el que anhela obispado, buena obra desea. Entiendo que ser obispo, según la práctica de la Iglesia Primitiva, es la misma función que el presbítero o anciano, pastor o maestro. El problema es que pareciera, en las estructuras eclesiales actuales, que un buen pastor es un buen predicador, que conoce a fondo las Escrituras y tiene buena oratoria. Pero en los tiempos bíblicos, un pastor era un hombre de carácter formado, que gobernaba bien su familia, y que tenía abundante fruto en la formación de discípulos. Era alguien que entendía profundamente que este ministerio de autoridad lo convertía en un siervo de todos, alguien dispuesto a dar sus bienes, su tiempo y todo su corazón al servicio de los hermanos. Comprendía que no era un señor del rebaño, ni debía aprovecharse de los discípulos en beneficio propio.
Pero hay algo peor (y de gran atracción): Los ministerios inventados por la religión. Por ejemplo, los ministerios de liberación de demonios, de sanidad interior, que brindan a quienes los ejercen un gran status ministerial, pero extraños a la luz de las prácticas del Nuevo Testamento. No estoy sugiriendo que hoy no hay endemoniados, o que la Iglesia actual no tiene poder para echar fuera demonios. Tampoco pienso que Jesús no puede sanar hoy al hombre de sus profundas heridas interiores. Estoy afirmando que no veo en el Nuevo Testamento, especialistas en estas áreas, sino que cualquier discípulo sencillo, en el nombre de Jesús, podía servir a otros usando estas herramientas. 
Siguiendo con las invenciones, hoy es común ver especialistas en niños, jóvenes, músicos, finanzas, etc. Incluso se nombran pastores especialistas en cada área. Yo sé que existen gracias o dones especiales. Es real también que Dios dotó a algunos de talentos naturales que finalmente son puestos al servicio de la iglesia. El problema es cuando, poniendo primero estos dones o talentos, dejamos en segundo plano (o hasta olvidamos) aquella pesca sublime que Jesús encomendó a Pedro y Andrés.
Para algunos, sus “objetivos de pesca” pueden ser realizar programas en los medios: La TV, la radio o la web, por ejemplo. Algunos incluso hablan de discipular a través de estos medios. Pero eso tiene muy poco que ver con lo que Jesús hacía. Otros anhelan hacer  cursos bíblicos o seminarios, y a través de ello, lograr funciones o ministerios en la vida de la iglesia. Jorge Himitian, en su escrito “El ministerio didáctico de la Iglesia”, nos dice que la misma iglesia es el gran seminario, la gran formadora de obreros y pastores.
Dedico un párrafo final a lo que llamo “los ministerios del templo”. El más común, el de “alabanza”. Pero hay otros: de panderos, danzas, estandartes, cintas, etc. Tal vez el problema no sean estos ministerios en sí. El problema es el templo. En palabras del primer mártir, Esteban: “el Altísimo no habita en templos hechos de mano” (Hechos 7:48). También Pablo declara: “El Dios que hizo el mundo y todas las cosas que en él hay, siendo Señor del cielo y de la tierra, no habita en templos hechos por manos humanas. (Hechos 17:24). 
Sin embargo, es común escuchar  entre los cristianos: “Voy a ir  a la iglesia”, o “Ven a la casa de Dios” (aún en canciones). Hay una referencia continua a la iglesia como el edificio. Pero vayamos otra vez a las Escrituras: “Así que ya no sois extranjeros ni advenedizos, sino conciudadanos de los santos, y miembros de la familia de Dios,  edificados sobre el fundamento de los apóstoles y profetas, siendo la principal piedra del ángulo Jesucristo mismo, en quien todo el edificio, bien coordinado, va creciendo para ser un templo santo en el Señor; en quien vosotros también sois juntamente edificados para morada de Dios en el Espíritu.” (Efesios 2:19-22). El templo de Dios es la Iglesia. ¡Y la Iglesia somos nosotros! El pueblo de los redimidos, que caminan hacia la semejanza de Jesucristo.
Otros tienen las cosas un poco más claras. Su lenguaje es más bíblico. Pero la centralidad del edificio sigue siendo esencial en su dinámica de iglesia. Se escandalizan ante toda posibilidad de eliminar el edificio para volver a las casas y a las calles. Aunque esto último sería volver a la esencia de la Iglesia Primitiva. Observemos un poco una reunión típica de hoy: Se constituye alrededor de uno que dirige la alabanza, tal vez un espacio para anuncios y ofrendas, y un pastor que desarrolla alguna enseñanza o sermón. Daría la impresión de que hay algunos que son los voceros de Dios, y el resto de la iglesia son sólo espectadores. Sin embargo, Pablo nos sigue diciendo: “¿Qué hay, pues, hermanos? Cuando os reunís, cada uno de vosotros tiene salmo, tiene doctrina, tiene lengua, tiene revelación, tiene interpretación. Hágase todo para edificación.”  (1 Corintios 14:26).  Algunos se justifican diciendo que Pablo se debe estar refiriendo a reuniones pequeñas en número, tal vez en las casas. Pero es claro, si leemos cuidadosamente todo el capítulo, que está hablando de un encuentro de toda la iglesia.
El cristianismo no nació en edificios. Sólo en Jerusalén, los primeros cristianos iban al Pórtico de Salomón para mezclarse entre la gente religiosa y evangelizarla. Este pórtico era una galería cubierta al oriente del templo judío propiamente dicho. No era un templo,  era un paseo externo donde concurría gran cantidad de habitantes de la ciudad. Pero nunca participaron de ningún ritual del Templo Judío. En el resto del Imperio, el cristianismo nació y se desarrolló por las casas. Como se mencionó anteriormente, en el siglo IV, con Constantino, se popularizó el uso de los edificios como lugares públicos de reunión. Todo esto trajo aparejado un cristianismo enfermo. El clericalismo, aborrecido por Dios, tomó la Iglesia. Nació la división entre clero y laicado, entre una minoría selecta a través de la cual Dios se manifestaba, y una mayoría que sólo cumplía el papel de mero espectador. Y nacieron todos estos “servicios” o “ministerios” que sonarían extraños a los discípulos primitivos. Vestimenta especial, instrumentos musicales ejecutados por profesionales (que requieren horas de ensayo), programas de culto organizados por el hombre, son características globales de esta penosa desviación.
Hoy, tristemente, multitudes de cristianos malgastan su tiempo y energía en “pescar” una larga lista de cosas que Jesús no nos llamó a hacer. Jesús nos mandó a pescar hombres. El Señor resucitado, lleno de toda potestad en cielos y tierra, nos manda a hacer discípulos a todas las naciones. Esta es la única pesca permitida. Es la única que no obstaculiza el desarrollo y cumplimiento del Propósito Eterno de Dios. Al contrario, es la que nos permite avanzar hacia la Meta, hacia la Invariable Intención de Dios: Tener una familia de muchos hijos semejantes a Jesucristo.

CAPÍTULO 6
TROPIEZOS Y CAÍDAS

En estos años de entrenamiento, uno de los contratiempos han sido los tropiezos, con el agravante  de caídas y lesiones. Especialmente a mi edad, teniendo en cuenta la fragilidad de mis articulaciones y músculos.
La realidad es que solamente una vez me caí. ¡Recuerdo muy bien aquel día! Estaba trotando a buen ritmo. Iba mirando algunos afiches publicitarios, y en mi mente, burlándome de algunos de ellos. Y no me percaté de un montículo de material sobrante de una edificación. Tropecé con él. Cuando me di cuenta de que perdía la estabilidad, traté de amortiguar con mis codos el golpe contra el suelo para proteger mi cara. Mis rodillas y brazos quedaron con magullones y algunas heridas sangrantes. En mis hombros sentía un poco de dolor muscular,  tal vez por querer evitar la caída. Me incorporé y miré alrededor: Mucha gente había presenciado mi caída. Algunos me miraban, y en sus rostros parecía haber asombro y pena. Pero en otros, en forma tímida o abierta, la mirada de burla aumentó mi sensación de vergüenza. Comencé a caminar lentamente en dirección a la meta. Me dolía todo. Sumados a la vergüenza, el ridículo y la frustración, pensé seriamente en dejar la carrera, volverme del camino. Pero seguí a la meta. No quería perder todo lo que había avanzado. Más adelante, me encontré con Richard. Él lava autos y siempre está con una manguera con agua. Me vio y me ayudó. Lavó mis piernas y brazos ensangrentados. Me dio ánimo y renuevo; y seguí adelante.
En nuestra carrera hacia la semejanza de Jesús, lamentablemente muchos caen en pecado. En mis años de cristiano, por la gracia de Dios, nunca pasé por una situación así. Pero he visto a muchos de mis hermanos caer y tener que enfrentar la vergüenza, y el trato de Dios y de la Iglesia sobre sus vidas. Tal vez he visto a demasiados ya. Me he entristecido con estos casos. ¡Cuánto sufrimiento han traído a las vidas de las familias involucradas! Me he enojado con aquellos que reinciden una y otra vez, pareciendo que menosprecian la gracia maravillosa de Jesucristo. ¿No se dan cuenta de que “horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo”?  (Hebreos 10:31) ¡Cuánto daño han hecho a sus vidas espirituales! ¡Qué perjuicio grande han causado al avance del Reino de Dios y al testimonio de la Iglesia!
Tengo que decir, también, que he visto a muchos de ellos levantarse por el poder del Señor. He visto y participado en la acción restauradora de la iglesia, corrigiendo con temor de Dios, lavando la suciedad y sanando las heridas por la Palabra, perdonando y practicando la misericordia sobre ellos. Y he visto, a muchos que cayeron, recuperarse y vivir vidas santas para la gloria de Dios, caminando hacia la semejanza de Cristo Jesús. Queda para nosotros recordar las palabras del apóstol: “Hermanos, si alguno fuere sorprendido en alguna falta, vosotros que sois espirituales, restauradle con espíritu de mansedumbre, considerándote a ti mismo, no sea que tú también seas tentado.” (Gál. 6:1)
Pero también  están los tropiezos. “Un tropezón no es caída”, reza el dicho popular. Y es verdad, no produce las heridas externas e internas de una caída. Generalmente no es motivo de tristeza o burla. En la gran mayoría de los casos, nadie se da cuenta, o sólo  algunos cercanos se percatan. Así como relaté mi única caída en años, tengo que decir que muchas veces me he tropezado. Y el esfuerzo por no caerme me ha traído conmoción y, a veces, algunos dolores. Y confieso que esto me ha provocado, como consecuencia, una marcha más lenta y pocos deseos de seguir.
Aquí también hay un paralelo con la vida espiritual. Y en esto, las paralelas se tocan en un punto del análisis. Porque comprendí que casi todos mis tropiezos se dieron cuando mi mente “volaba” hacia pensamientos inadecuados. Me doy cuenta de que cada vez que tropecé en mis ejercicios físicos, mis pensamientos eran vanos, de crítica, de burla o menosprecio hacia otros. Y tomé ese tropiezo real, ese peligro de caerme, como una advertencia de Dios, una disciplina del Señor para que corrija mis pensamientos y mis motivaciones.
En lo espiritual, ocurre que hay ocasiones en las que nuestros pensamientos y motivaciones no son puros, y nos llevan a alimentar los deseos de la carne y a cometer pecados. Estamos desechando el sabio consejo bíblico: “Por lo demás, hermanos, todo lo que es verdadero, todo lo honesto, todo lo justo, todo lo puro, todo lo amable, todo lo que es de buen nombre; si hay virtud alguna, si algo digno de alabanza, en esto pensad. “ (Filipenses 4:8)
Nuestra acción posterior nos enfría aún más, apagando nuestra vida espiritual. Y Dios nos disciplina. Nos hace ver, a través de ciertas situaciones traumatizantes, que si seguimos así, estamos en riesgo de caída. Tal vez pocos se dan cuenta de nuestra condición. Pero Dios la conoce plenamente. Y nos ama. Somos sus hijos. Y en palabras del escritor de Hebreos: “El Señor al que ama, disciplina, Y azota a todo el que recibe por hijo. Si soportáis la disciplina, Dios os trata como a hijos; porque ¿qua hijo es aquel a quien el padre no disciplina? “(Hebreos 12:6-7). Es una acción lógica de Dios para evitarnos males mayores. 
Sigamos analizando Hebreos: “Es verdad que ninguna disciplina al presente parece ser causa de gozo, sino de tristeza; pero después da fruto apacible de justicia a los que en ella han sido ejercitados.” (Heb.12:11). Es claro que la disciplina produce tristeza. Pero aquí también produce un fruto. Y ese fruto es paz y santidad. Y luego viene el ánimo final, una vez  terminada la disciplina del Señor: “Por lo cual, levantad las manos caídas y las rodillas paralizadas; y haced sendas derechas para vuestros pies, para que lo cojo no se salga del camino, sino que sea sanado” (Heb.12:12-13). ¡Qué exacta comparación con lo que hago después de cada tropiezo!

CAPÍTULO 7

LA APARENTE FATIGA

Algo curioso que me ocurre (a veces ni bien hago algunos cientos de metros, otras veces un poco más adelante) es una sensación de cansancio que lo invade todo. Me parece como si ya hubiera transitado varios kilómetros. Pero aún me falta mucho. Tengo la tentación de volverme. No puedo más… ¡Y falta tanto! No le encuentro razón a esta fatiga temprana. Un nutricionista me dio una explicación. Pero para ser sincero, ¡no la recuerdo!
En esos momentos, hay dos elementos que me hacen persistir en la carrera. El primero es fijar mi vista en la meta. Está lejana, pero es de gran valor alcanzarla. Es la razón de ser del camino. Además, sé que al llegar me tomo un descanso. Esto se suma a la esperanza de llegar.
El segundo elemento es el esfuerzo personal. Exijo a mis piernas. Intensifico mi respiración. Mi mente le ordena firmemente a todo mi cuerpo que avance. Y de repente, sin entender bien por qué, la sensación de fatiga se va. Mi mente se renueva en sus ganas de seguir. Mis piernas responden con gran vitalidad. ¡Estoy otra vez plenamente en carrera!
Nuestros ojos en la Meta
Todo esto tiene su correlato en lo espiritual. En algunos casos, a poco de convertirnos, otras veces un poco más adelante, sentimos que no podemos más. Tal vez las dificultades de la vida cristiana, la oposición a nuestra fe. En otros casos, una apatía espiritual sin sentido nos paraliza. ¡La meta de ser como Jesús parece tan lejana! No hay fuerza en nuestro corazón para seguir.
Y hay dos actitudes muy útiles para que esta depresión espiritual no nos aparte del Camino de Cristo. La primera es fijar nuestra mirada en la Meta: Ser como Jesucristo. Es lejana, ¡pero es gloriosa! Vale la pena seguirla. Después, habrá un reposo al final de nuestra carrera, ¡y es eterno! Pablo les dice a los filipenses: “No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante,  prosigo a la meta, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús.” (Filip. 3:12-14)
El apóstol dejaba lo ya recorrido, y fijaba su vista en la meta. Él estaba convencido de que “el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Filip. 1:6). Hay algo que me llena de gozo: Es cuando veo que el Señor ha hecho algo en mi vida. Porque si hizo algo, aunque sea muy pequeño ¡significa que ya ha comenzado una obra en mí! Y si la comenzó, ¡la va a perfeccionar hasta el día final!¡Aleluya!
Perseverar en el esfuerzo 
La segunda actitud necesaria es una perseverante decisión de seguir la fe que hemos abrazado. Aunque no haya deseo, ni fuerzas, ni aparentes motivaciones, determino seguir adelante. Hace poco leí que, tanto en hebreo como en griego, la palabra fe y la palabra fidelidad es la misma palabra. Ser salvos por la fe no es sólo un momento inicial. Es una fe que se renueva cada día, crece, se perfecciona en el tiempo. Aquí es cuando el concepto de la fe se acerca a nuestra comprensión de la palabra fidelidad. Fidelidad hasta el fin a aquel pacto que hicimos con el Señor el día que pasamos de muerte a vida. Tal vez el siguiente pasaje puede explicar mejor lo que estoy diciendo: “¿No sabéis que los que corren en el estadio, todos a la verdad corren, pero uno solo se lleva el premio? Corred de tal manera que lo obtengáis. Todo aquel que lucha, de todo se abstiene; ellos, a la verdad, para recibir una corona corruptible, pero nosotros, una incorruptible. Así que, yo de esta manera corro, no como a la ventura; de esta manera peleo, no como quien golpea el aire, sino que golpeo mi cuerpo, y lo pongo en servidumbre, no sea que habiendo sido heraldo para otros, yo mismo venga a ser eliminado.”(1 Cor. 9:24-27)
Como testimonio final, por haberlo experimentado en mi propia vida, y también por haberlo visto en muchos otros, puedo decir que cuando la fe se une con la firme decisión de seguir hasta el final, esta combinación hace pedazos la depresión espiritual que aparece, a veces, en nuestro derrotero.
“Pero nosotros no somos de los que retroceden para perdición, sino de los que tienen fe para preservación del alma.” Hebreos 10:39

PARTE III

LOS QUE CAMINAN CON NOSOTROS

CAPÍTULO 8
LOS QUE VAN ADELANTE Y LOS QUE NOS SIGUEN

En mi recorrido hacia la meta propuesta, hay algo que está absolutamente claro: No estoy solo. Hay una multitud que corre conmigo. Somos compañeros de recorrido. No competimos (¡por lo menos, no deberíamos!). Es como una maratón entre amateurs: Lo importante no es quién llega primero. Lo importante es llegar.
Puedo tratar de abstraerme e imaginar que estoy solo. Pero sería ilusión nada más. Hay muchos que van conmigo. Y su compañía me es de utilidad.
En nuestra vida y caminar en Cristo, hay una gran bendición y regalo de Dios: No estamos solos. Hay Iglesia, hay familia, hay pueblo de Dios. Hay un gran número de hermanos y hermanas que caminan con nosotros. Sus vidas y testimonios nos son de gran provecho. No valorar la compañía de ellos es un gran peligro para nuestra eternidad. Lo que sigue tiene que ver con la edificación del discípulo en medio del desarrollo de la Iglesia, es decir, del camino de la multitud de los redimidos por la preciosa sangre de Jesús.
Los que van adelante
En mi recorrido, observo constantemente los que van adelante de mí. No solo porque van a la meta, sino también porque están más avanzados, más cerca del objetivo final. Ellos me marcan el rumbo, la dirección correcta. Cuando ha llovido y el terreno se vuelve resbaloso, la probabilidad de tropiezos y caídas es mayor. En esos casos, me fijo muy bien por dónde caminan o trotan. Así voy entendiendo dónde el camino es más firme. A veces se dan vuelta y me miran. Parece que me animan a seguir. Con la expresión de sus rostros parecen decirme: “¡Vamos! ¡Ánimo! ¡Ya falta menos! ¡El logro es importante!” No quiero perderles pisada. Su cercanía es muy valiosa.
En mis 37 años de andar en el Camino de Cristo, he tenido hombres espirituales que me han marcado el camino a seguir. Han sido, y son, los que van adelante, animándome en mis momentos difíciles, como verdaderos padres espirituales. En mis primeros años y durante mucho tiempo, en este sentido, estuvo a mi lado Néstor Casá, quien me formó en mis pasos iniciales. En estos últimos años, ha estado, y está, Víctor Rodríguez, muy cercano a mí. Los dos son pastores en mi ciudad.
Hay otros hombres a quienes considero mayores, y padres también en la fe. Hombres que son modelo de vida y de obra. Es una alegría gozar de la amistad de Daniel Divano, de Mario Fagundes y de Marcos Moraes. Es un privilegio tener una referencia como Ángel Negro. Tal vez una admiración especial por el amado Iván Baker, ya con el Señor, hombre de Dios que me ha inspirado enormemente. Cada encuentro con él, aunque poco frecuente, resultaba en un escalón de edificación espiritual para mi vida. Hoy, tengo el privilegio de ser amigo de sus hijos. Al oír sus anécdotas familiares, la figura de Iván se ha agigantado aún más en mi afecto y consideración.
He procurado, y procuro, mantenerme cerca de ellos. Mi amistad con cada uno de ellos es un regalo del Cielo. Su cercanía le da seguridad y tranquilidad a mi camino. El ánimo de ellos es un aliciente para seguir. Sus manos extendidas hacia mí en servicio, soportándome, es un claro ejemplo de Aquel que dio su vida por cada uno de nosotros. Han invertido tiempo en mí. El fruto de su servicio en auxilio por mi vida rinde sus ganancias en el Banco Celestial.
Considero que nadie debería despreciar la oportunidad de tener a otros que lo guíen en el Camino. La independencia y la soberbia son socios magníficos del enemigo de nuestras almas. Dar honra a quienes nos presiden en la fe es de gran estima delante del Trono de Dios. Pablo nos aconseja: “Os rogamos, hermanos, que reconozcáis a los que trabajan entre vosotros, y os presiden en el Señor, y os amonestan; y que los tengáis en mucha estima y amor por causa de su obra. (1 Tes. 5:12-13)
Los que vienen detrás
En mi carrera, en general, trato de mirar a la meta final y a los objetivos intermedios. En esa visión continua están los que me preceden, los que describí en el párrafo anterior. Pero a veces, no pocas, miro para atrás. Tal vez porque es bueno tomar conciencia del trecho recorrido. Pero también observo a los que vienen tras mí. Algunos, rápidamente; otros, con mucho esfuerzo, reflejado en sus rostros. Y me doy cuenta de que para ellos soy también un ejemplo a seguir, una referencia.
Y en la comparación con la vida cristiana, ¿quiénes son los que vienen detrás? En primer lugar, son mis hijos. Para ellos debo ser una referencia. Para ellos debería ser mi primera e irremplazable provisión espiritual. Para ellos tendría que ir dirigida mi carga por sus vidas espirituales. El Antiguo Testamento termina con una profecía que comenzaría a cumplirse con Juan el Bautista: “He aquí, yo os envío el profeta Elías, antes que venga el día de Jehová, grande y terrible. El hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres, no sea que yo venga y hiera la tierra con maldición.” (Mal.4:5-6). En el evangelio de Lucas, un ángel anuncia a Zacarías el nacimiento de su hijo, y le dice: “Irá delante de él con el espíritu y el poder de Elías, para hacer volver los corazones de los padres a los hijos”. (Lucas 1:17). Ese hijo fue Juan, llamado luego el Bautista.
Pero ¿por qué en el Evangelio, haciendo referencia a la profecía de Malaquías, el ángel no cita la segunda parte? Tengo la convicción de que solo cita la primera parte porque si los corazones de los padres se vuelven a sus hijos, entonces el corazón de los hijos se va a volver a los padres. Necesitamos influenciar a nuestros hijos con nuestra visión y nuestra fe. Sería una tragedia que camináramos hacia la Meta con convicción y perseverancia, pero al mirar atrás, no viéramos a nuestros hijos seguirnos.
Pero también vienen detrás de nosotros, otros discípulos a quienes estamos ayudando, en forma directa, en su edificación a semejanza de Jesucristo. Son los que nos ven como sus padres y madres espirituales. Algunos vienen rápido. ¡Qué alegría verlos andar! Pero otros son más lentos. Avanzan de acuerdo a la capacidad que el Señor les da. ¡Que podamos tener la gracia y la sabiduría de esperarlos! Porque van hacia la Meta. También son discípulos fieles y santos, que aman a Jesús.
Tanto nuestros hijos como los discípulos, necesitan vernos caminar. No es cuestión de enseñanzas y mensajes solamente. Es muy importante cómo nos vean vivir. Pablo le aconseja a Timoteo:”…sé ejemplo de los creyentes en palabra, conducta, amor, espíritu, fe y pureza.” (1 Tim. 4:12). La palabra ejemplo, en el original griego, significa “un modelo que puede imitarse con sólo mirarlo”. Parafraseando a San Francisco de Asís: “Enseña todo lo que puedas, y sólo si es necesario, usa las palabras”. Jesús dijo: “Yo soy la luz”. Y luego dijo a sus discípulos: “Ustedes son la luz”. Y la luz no se escucha. La luz se ve. ¡Lo que no se enseña con el ejemplo, no se enseña!
Una aclaración final sobre los que vienen detrás de mí: mis hijos y los discípulos. Ellos no me siguen a mí, no son mi pertenencia. Yo no morí en la cruz por ellos. Son pertenencia de Jesús. Ellos no tienen el objetivo de ser como yo. ¡Qué necios y desdichados serían! No soy su objetivo. Su meta es ser como Jesús. No nos confundamos, no nos equivoquemos, no les causemos daño. Ellos tienen que estar seguros de que deben correr esta carrera con sus ojos mirando firmemente a Jesús.

CAPÍTULO 9
VELOCIDAD, PERSEVERANCIA Y COMPAÑERISMO

Diferentes velocidades
Al correr hacia la meta fijada, me adelanto a muchos que sólo van caminando. Tal vez, en algún momento, los menosprecié. Aún a la edad que tengo, los pasaba fácilmente. Pero me di cuenta de su constancia, aunque lenta, hacia la meta. Y hoy valoro esa persistencia. Pero también hay otros que me superan ¡como si yo estuviera parado! Los miro pasarme, veo su vestimenta, y pienso: “Estos son maratonistas”. A veces, he querido mantener el ritmo de ellos para no perderlos de vista. Pero me he cansado prematuramente. Tengo una velocidad de marcha acorde con mis condiciones físicas actuales.
Pasa también así hoy en la vida de la Iglesia. Dios, en su gracia y soberanía, reparte distintos dones y ministerios. Gracias inmerecidas que el Señor nos da. Está en nosotros nunca olvidarnos que: “no sois muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos, ni muchos nobles; sino que lo necio del mundo escogió Dios, para avergonzar a los sabios; y lo débil del mundo escogió Dios, para avergonzar a lo fuerte; y lo vil del mundo y lo menospreciado escogió Dios, y lo que no es, para deshacer lo que es, a fin de que nadie se jacte en su presencia”. (1 Corintios 1:27-29).
En nuestro recorrido hacia la meta, tenemos nuestra velocidad, por el poder dado por Dios para nuestra vida espiritual. No menospreciemos a los más lentos: vamos a encontrarnos al final, en la semejanza de Jesucristo. No menospreciemos a los débiles discípulos, aquellos que son hermanos santos, deseosos de la imagen del Señor en sus vidas.
Tampoco nos apresuremos, ni procuremos ir con los que van a gran velocidad. El soberano Señor y Rey les permitió esa fuerza para adelantarse y mostrarnos el camino. No compitamos. Porque no habrá un sólo ganador. No habrá un podio. Habrá multitudes victoriosas que recibirán su corona. Competir tendrá, como consecuencia, amargarnos y dañar nuestra carrera. Recordemos el consejo a los cristianos en Roma: “Digo, pues, por la gracia que me es dada, a cada cual que está entre vosotros, que no tenga más alto concepto de sí que el que debe tener, sino que piense de sí con cordura, conforme a la medida de fe que Dios repartió a cada uno”. (Romanos 12:3).
Los que abandonan
Cuando salgo a correr, observo a algunos que se van frenando hasta detenerse. Están cansados, y no continúan. Algunos se sientan en un banco, o sobre el césped, para descansar. Me pregunto si continuarán o no. Otros vuelven sobre sus pasos y retroceden. Claramente están abandonando la meta para volverse hacia donde salieron. Y están los que toman por caminos laterales, tal vez con la idea de que existe una forma de reducir el esfuerzo. Pero todos ellos terminan abandonando el recorrido inicial.
Cada uno de ellos tiene su paralelo con la vida espiritual. Es real que hay momentos de nuestro andar en el Señor, en el que nos parece que todo es esfuerzo y cansancio. Avanzar es algo muy lento, casi imperceptible. La oración es débil, el ánimo es pobre. La atracción por lo mundano es intensa. Ya nos hemos referido a esta situación como uno de los peligros en un capítulo anterior. También hemos hablado sobre cómo enfrentarlo. Pero veamos los casos anteriores.
El que se detiene a descansar me hace meditar en aquellos que, ante la crisis espiritual, me dicen: “Me voy a tomar un tiempo”. ¿Han escuchado esto? Yo me pregunto: ¿Tiempo para qué? ¿Para pecar? ¿Para jugar con el mundo? ¿Para bajar la guardia? ¿Acaso pensamos que el diablo, el enemigo de nuestras almas, se toma descanso, se toma vacaciones? Ingenuamente pensamos que Satanás se dice: “Este se tomó un descanso, así que aprovecho y me duermo una siestita también”. No. ¡Mil veces, no! No podemos darnos descansos. No podemos dejar de resistirlo. No podemos ignorar sus maquinaciones.
Pero hay otros que, ante la crisis, comienzan a mirar hacia atrás. No como quien se alegra del camino recorrido, sino como el que desea volver a puntos que ya había dejado atrás, que había superado. Vuelven a las mismas fallas de carácter que milagrosamente habían dejado. Vuelven a desear las atracciones del mundo que ya no los seducían. ¡El peligro de muerte es inminente! El pecado y el mundo son ahora su deleite. ¡Qué locura! Estos no se pierden por ignorancia. El escritor de Hebreos habla de algunos que llegan a un punto trágico de perdición: “Porque si pecáremos voluntariamente después de haber recibido el conocimiento de la verdad, ya no queda más sacrificio por los pecados, sino una horrenda expectación de juicio, y de hervor de fuego que ha de devorar a los adversarios”. (Hebreos 10:26-27). Los que comienzan a mirar para atrás, entran en una zona peligrosa, y pueden terminar en la situación que nos describe la epístola.
Finalmente, están los que, ante el cansancio, buscan caminos laterales o atajos, que parecen más fáciles. Al verlos desviarse, generalmente, observo que perros vagabundos los acompañan, como si los guiaran. Ha sido común, en todos estos años, que aparezcan métodos, cursos, retiros, seminarios, que parecen ahorrar parte del camino. Que vienen con el marketing de agilizar la formación de los discípulos. Parece que quienes los promocionan son más sabios que Jesús. ¡Qué lástima que Jesús, en sus días en esta Tierra, no los tuviera cerca! Son los perros de la religión, otra vez. Aprovechándose de los frustrados del camino antiguo, pero verdadero. Es este camino sencillo, el del modelo de Jesús y sus discípulos, que fue transitado por los primeros cristianos, el que nos brinda la plena garantía de llegar a la Meta.
Compañeros en el camino
Al salir a trotar, a través de  los años, la gran mayoría de las veces, lo he hecho solo. Pero en algunas ocasiones, he trotado junto a otros, a la par. Recuerdo haber coordinado con un amigo y hermano muy querido, Ariel, para hacer el recorrido juntos. También me viene a la mente, en otra ocasión, haberme encontrado en medio del trayecto con Ezequiel, otro amado hermano, que iba en mi misma dirección, y hacer una parte del camino juntos. Pero tal vez, con la que más he salido a andar de a dos, es con mi esposa amada, Ana. 
En primer lugar, tengo que decir que la idea de salir de a dos, en una primera impresión, me disgusta un poco. Tengo que adaptarme a la velocidad, a las formas, estar atento a si me da conversación, e incluso ver los problemas que pudiera tener en el camino, para ayudarle. Mi opinión cambia un poco cuando me doy cuenta  de que el otro también tiene que adaptarse a mi velocidad, obsesiones, formas, y cuidarme de los peligros que se puedan presentar.
Y finalmente termino convencido de que ¡no hay nada más saludable que esta carrera compartida! Las aparentes molestias de andar acompañado son, en realidad, una seguridad mucho mayor en el avance, una garantía clara de que llegaremos a la Meta. El camino deja de ser tedioso. El animarnos mutuamente fortalece nuestro corazón. El renunciar a mis costumbres para adaptarme al otro, es finalmente beneficioso para el logro del objetivo común.
¡A esta altura, ya no sé si estoy hablando de actividad física o de vida espiritual! Cada uno de los que nombré, han sido y son compañeros en mi desarrollo espiritual, en mi andar con Cristo. Especialmente esto es verdad con Ana, quien ha sido mi compañera y amiga en estos últimos 30 años de derrotero cristiano. Desde hace algunos años, hay otro hermano, Claudio, también pastor en mi ciudad, con el cual hemos trabajado codo a codo en la obra del Señor. Él es otro compañero muy especial en el camino que Jesús nos propone.
Pero esto de andar de a dos no es una ocurrencia mía. Tampoco una locura de algún grupo o iglesia en especial. Ya un hombre muy sabio, Salomón, nos decía: “Mejores son dos que uno; porque tienen mejor paga de su trabajo. Porque si cayeren, el uno levantará a su compañero; pero ¡ay del solo! que cuando cayere, no habrá segundo que lo levante…. Y si alguno prevaleciere contra uno, dos le resistirán; y cordón de tres dobleces no se rompe pronto. “(Eclesiastés 4:9-10,12)
En la estrategia de Jesús, uno de sus puntos sobresalientes es que puso a sus discípulos de dos en dos. Así funcionaron para anunciar el Reino en diferentes pueblos y ciudades, echar fuera demonios, sanar a los enfermos. Mandó a dos a preparar el lugar para la última cena. Hasta los mandó de a dos para buscar a ese burrito que necesitaba. También declaró: “Si dos de vosotros se pusieren de acuerdo en la tierra acerca de cualquiera cosa que pidieren, les será hecho por mi Padre que está en los cielos. Porque donde están dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos.” (Mateo 18:19-20). ¡Qué poder hay cuando dos se ponen de acuerdo para orar y caminar juntos en el Señor!
Los primeros cristianos siguieron con esta práctica. Vemos a Pedro y a Juan,  inseparablemente unidos. También a Pablo y  a Bernabé. Más tarde, Pablo no sigue con Bernabé, pero no se queda solo: se acerca a Silas y camina con él. En otra ocasión, a Pablo se le abre puerta para la extensión del evangelio, pero como estaba solo, ya que Tito no había llegado, desaprovecha esa oportunidad, y se va de allí (2ª Cor.2:13). Entiendo que, cuando algo se repite una y otra vez en las Escrituras, estamos ante la presencia de un principio espiritual. Creo firmemente que estar solos es un peligro para nuestras almas. Muchas tragedias morales que el Cuerpo de Cristo ha sufrido, están relacionadas con obreros en extrema soledad. El compañerismo con verdadero compromiso, amor y amistad, es un  antídoto del cielo para prevenir los deseos de la carne y tratar las fallas de carácter del discípulo. ¡Quiera el Señor darnos la gracia, la convicción y la determinación de no caminar solos, de tener nuestro compañero de camino en Cristo Jesús!

PARTE IV
FACTORES QUE AYUDAN

Al transcurrir las semanas, los meses y los años de entrenamiento, me fui dando cuenta de algunos ingredientes que facilitan mi marcha, que me dan más fuerza, y también más resistencia. A la vez, o como consecuencia de lo anterior, cuando estos ingredientes están presentes, la marcha se hace más placentera. El ejercicio no es esfuerzo y tedio, es alegría, es pasión. Algunos de estos elementos surgieron de la experiencia, otros por indicaciones y advertencia de otros.
En este tiempo, el Señor me hizo comprender que cada uno de estos ingredientes, como ha ocurrido en toda mi descripción, tiene un correlato con la vida espiritual y con el avance de nuestra edificación a la semejanza de Cristo Jesús.

CAPÍTULO 10
DESCANSO Y AIRE PURO

Descanso
Por mis actividades, hay semanas en las que tal vez no duermo las horas necesarias. En esos tiempos me doy cuenta de que mi carrera es débil, hasta tediosa. Comienza a aparecer en mí el deseo de abandonar. Me esfuerzo, quiero llegar, pero hasta parece que mis piernas se niegan a avanzar. En esos días, las distracciones, los temores y los deseos de volverme, son notorios.
Descansar en Dios es el ingrediente que necesitamos cuando pareciera que nuestro activismo o la debilidad de nuestra fe nos dañan. Jesús mismo nos da algunas claves para el descanso del alma:
“Venid a mí todos los que estáis trabajados y cargados, y yo os haré descansar. Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas; porque mi yugo es fácil, y ligera mi carga.” Mateo 11:28-30
La primera indicación es que vayamos a Él: En la cercanía con el Señor, hay descanso. Cercanía habla de comunión con Dios; habla de pureza, porque sin ella nadie puede ver al Señor. Habla de adoración verdadera, la cual no tiene que ver necesariamente con cantar, sino con la consagración de todo nuestro ser en sacrificio vivo y santo al Señor, que es nuestro culto racional, nuestro culto inteligente. (Rom. 12:1-2)
La segunda indicación es tomar las cargas del Señor, que son fáciles y livianas. En mi comprensión, tiene que ver con ser parte de su misión salvadora. Y me refiero a la obra de salvación integral del ser humano, desde su conversión hasta llegar a su semejanza a Jesús. Al escribir esto, no puedo dejar de recordar numerosas ocasiones en las que fui con otros hermanos a predicar el evangelio en plazas o parques. Fueron jornadas en las que, sinceramente, estaba muy cansado, con pocas fuerzas físicas, con ganas de irme a dormir temprano. Y me ha ocurrido que, al proclamarle a alguien el evangelio del Reino, y al observar la obra del Espíritu Santo convenciendo de pecado a la persona, todo el cansancio desaparece. ¡Con qué alegría he vuelto a mi casa! ¡De pronto, no hay cansancio! ¡Sólo satisfacción! ¿No te ha ocurrido también?
La última indicación del Señor es que aprendamos de Él, de su humildad y mansedumbre. ¡Cuánta energía gastamos tratando de defendernos, de competir, de lograr éxitos para agradar a otros! Pero Jesús era manso y humilde, no sólo exteriormente, sino en la profundidad de su corazón. Sólo buscaba agradar a su Padre. Y es una de las pocas veces en las que nos pide que lo imitemos. Y nos garantiza: “Hallaréis descanso para vuestras almas”.
En la misma dirección, nos aconseja Pedro:
“Igualmente, jóvenes, estad sujetos a los ancianos; y todos, sumisos unos a otros, revestíos de humildad; porque: Dios resiste a los soberbios, Y da gracia a los humildes. Humillaos, pues, bajo la poderosa mano de Dios, para que él os exalte cuando fuere tiempo; echando toda vuestra ansiedad sobre él, porque él tiene cuidado de vosotros.” 1 Pedro 5:5-7
El aire puro y fragante
Especialmente cuando salgo a trotar por la mañana (cuanto más temprano, mejor), disfruto mucho del aire matinal. Es refrescante su pureza, su fragancia, que toma de árboles y plantas. También de flores en primavera y verano. Ese medioambiente le da a mi actividad una sensación de disfrute. Me gusta continuar la carrera, experimentando la brisa que viene desde el río y los diversos aromas florales. Me alegro de estar trotando por la ribera del Paraná,  y no en una cinta mecánica dentro de una habitación cerrada. Es muy común que me encuentre, en esos momentos placenteros, cantando alguna canción de adoración al Señor.
Tal vez sea por eso que a esta sensación agradable la comparo con el andar en el Espíritu. Cristo habita en nuestros corazones por el Espíritu Santo que ha inundado nuestro ser. Esta inundación inicial se produce con el bautismo en el Espíritu Santo, experiencia tan determinante en la vida de los discípulos del Nuevo Testamento. Es la Tercera Persona de la Trinidad, que viene a nosotros para habitar en nuestros seres limitados e imperfectos. ¡Qué glorioso! El Espíritu quiere fluir y vivir de tal manera en nosotros, que toda nuestra vida sea impulsada poderosamente hacia nuestro supremo objetivo: ser como Jesús. Y para eso, debemos hacer morir en nosotros las obras de la carne (Rom.8:13). Si el vivir en el Espíritu es una constante en nosotros, la fragancia de Dios será la marca de nuestras vidas. Adorar al Señor será nuestro deleite. Por eso, esa experiencia inicial con el Espíritu Santo tiene que renovarse continuamente. Es el consejo que se les da a los cristianos de Éfeso: “No os embriaguéis con vino, en lo cual hay disolución; antes bien sed llenos del Espíritu, hablando entre vosotros con salmos, con himnos y cánticos espirituales, cantando y alabando al Señor en vuestros corazones; dando siempre gracias por todo al Dios y Padre, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo.” (Efesios 5:18-20)
De no ser así, nuestro camino cristiano será un nuevo legalismo. Habremos dejado el legalismo farisaico para volvernos legalistas de nuestra visión. Y podemos terminar siendo legalistas del Propósito de Dios: Tener una visión celestial, pero querer llevarla adelante con un espíritu y corazón humanos.

CAPÍTULO 11

BUENA ALIMENTACIÓN Y RESPIRACIÓN CONSTANTE

Una buena alimentación
En algunas ocasiones en las que estuve en ayuno y oración, por ser un día acostumbrado de entrenamiento, he intentado salir a correr. Pero mi sabia esposa, al advertir mi intención, me aconsejó no salir a correr sin haber desayunado. En otras ocasiones, especialmente en horarios matinales, por estar apurado con la agenda de ese día, he desayunado escasamente, y eso se vio luego en mi rendimiento aeróbico. Es que una adecuada alimentación es fundamental para llegar al objetivo. De lo contrario, el cansancio y la falta de energía se harán notorios ya en los primeros kilómetros.
Jesús dijo: “Yo soy el pan vivo que descendió del cielo” (Juan 6:51). Y agregó: “…mi carne es verdadera comida” (Juan 6:55). Cristo es nuestro alimento. En el momento de la tentación satánica, Jesús responde: “No sólo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios” (Mateo 4:4). Nuestro alimento es la palabra de Dios. Sin este alimento, seremos atletas raquíticos, de poca fuerza y corta carrera.
La Escritura nos exhorta a que la palabra de Cristo more abundantemente en nuestros corazones (Col.3:16). Todo nuestro ser debe estar impregnado de la Palabra del Señor. Creo oportuno señalar aquí que la Palabra de Cristo no es toda la Biblia: Es, fundamentalmente, la proclama de la verdad y los mandamientos de Cristo. Es aquello que hay que enseñar a guardar a los discípulos (Mateo 28:19-20). Es la doctrina apostólica, en la que perseveraba la iglesia de Jerusalén (Hechos 2:42). Son las cartas apostólicas las que ampliaron el sentido, profundizaron y completaron la revelación del Nuevo Pacto. Pienso que un buen resumen de ello es el Sermón del Monte (Mateo cap. 5 al 7).
Con esto no quiero decir que el Antiguo Testamento no sea palabra de Dios. No estoy diciendo que no sea alimento espiritual para nuestras almas. El leer el Antiguo Testamento nos es útil para alcanzar consuelo, paciencia y esperanza (Romanos 15:4). También nos sirve como amonestación para nuestras vidas (1 Cor. 10:11), para instruirnos en justicia, y prepararnos para toda buena obra (2 Timoteo 3:16-17).
Pero el Antiguo Testamento es solo sombra y figura de la revelación plena que habría de venir, la cual es Jesucristo (Col.2:17; Hebreos 8:13 y 10:1). En el monte de la transfiguración aparecieron Moisés, figura de la ley, y Elías, figura de los profetas. Pero la voz del cielo puso el foco en Jesús, al proclamar: “Este es mi Hijo amado, a Él oíd” (Mateo 17:5). Es que “Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en otro tiempo a los padres por los profetas, en estos postreros días nos ha hablado por el Hijo” (Hebreos 1:1-2). Si llenamos generosamente, cada día, nuestras vidas con las verdades y los mandamientos del Señor, nuestro avance hacia la meta será vigoroso y sin pausas.
La respiración constante
Una de las prácticas fundamentales de mi entrenamiento de larga duración es la ejercitación en la respiración. Tomo aire por la nariz, lo exhalo por la boca, tomo aire por la nariz, lo expulso por la boca… Y así sucesivamente. Es un hábito imprescindible si quiero recorrer largas distancias. Si este hábito no se hubiera formado, enseguida me cansaría. Disminuiría mi velocidad. El abandono sería inminente.
Alguien dijo: “La oración es la respiración del alma”. Tal vez por eso se les exhorta a los Tesalonicenses: “Orad sin cesar” (1Tes. 5:17). Sin la práctica de la oración, nuestro proceso de transformación se detiene. La vida espiritual se atrofia. Como ocurre con la respiración en la vida natural, una de las primeras señales de muerte espiritual es la ausencia de vida de oración.
Por eso, uno de los pilares en mi rutina ha sido formar esta disciplina de respiración. Primero ha sido esfuerzo y atención. No tengo tiempo para distracciones. Mientras corro, tengo que formar el hábito de la correcta respiración. Con el tiempo, lo que fue esfuerzo trabajoso se convirtió en un hábito normal y placentero. Incluso puedo cantar, o hablar con otros si voy acompañado, y nada perjudica mi respiración.
Es también así en nuestras vidas de oración. Formar el hábito de una vida de oración requiere, al principio, de un esfuerzo disciplinado. Es probable que al comienzo no percibamos mucho gozo, sólo el bienestar de que vamos adelante en nuestra edificación. Pero con el tiempo, al experimentar la presencia del Señor, con el crecimiento en la calidad de nuestra vida de adoración, lo que era trabajo y esfuerzo se convertirá en alegría. Y encontraremos que no sólo estaremos orando en los tiempos programados para tal fin, sino que nos sorprenderemos orando en el auto, en la cola de un banco, mientras esperamos el turno de un médico, en las pequeñas interrupciones, al tener comunión con los hermanos. Y estaremos cumpliendo el consejo del apóstol: ¡Oren sin cesar!
En mi recorrido hay, por lo menos, tres tramos de pendiente ascendente, y uno de ellos bastante empinado. En esos tramos, todo mi cuerpo tiene que hacer un esfuerzo mayor. Mis piernas sienten el esfuerzo. Unos metros antes de cada ascenso, al ver que está cerca la dificultad, intensifico mi respiración. Aún hoy, pese a que tengo ya formada la rutina, acelero el proceso de entrada y salida de aire a mis pulmones. Y cuando llego a la pendiente, mis piernas tienen más fuerza. Están preparadas para superar el escollo. Cuando llego al final del ascenso, con respiración agitada, me parece no ser yo…. ¡Me siento como un verdadero maratonista! Hasta que mi realidad de hombre transcurriendo su sexta década de vida, se hace presente nuevamente.
Así ocurre también en nuestras vidas en el Señor. Cuando vislumbramos una dificultad en el camino, una prueba, una confrontación espiritual en nuestro avance, es cuando nuestra vida de oración debe intensificarse. Eso nos dará vitalidad espiritual para superar la dificultad. Y cuando dejemos atrás ese tiempo difícil, tendremos en nuestras almas una sensación de victoria. Nos parecerá que somos invencibles. Pero nunca olvidemos que fue con Dios de nuestra parte que hemos podido superar la crisis, para que no nos jactemos de nada; estemos plenamente convencidos de que fue sólo por la gracia de Dios que nos mantuvimos firmes.

EPÍLOGO: ADVERTENCIA FINAL

LA NECESIDAD DE UNA CONSTANTE CORRECCIÓN DEL RUMBO

Hasta aquí la comparación entre mi carrera a la ribera del río Paraná y la vida espiritual en el camino hacia la meta que Dios nos propuso desde antes de la fundación del mundo: El ser semejantes a su Hijo Jesucristo, ser santos y sin mancha delante de Él.
Hemos descripto los peligros, además de cómo influyen en nuestro andar nuestros compañeros de ruta, y algunos factores que ayudan en nuestro proceso de edificación. Pero para concluir nuestro análisis, deseo hacer una exhortación final: la necesidad que tenemos de revisar continuamente el sentido de nuestra marcha, y evaluar si no nos hemos alejado de la dirección hacia la Meta propuesta por Dios.
Sería una tragedia que abandonemos el Camino. Sería apartarnos de su gracia, abrirnos al pecado, y traer destrucción para nuestra alma y nuestra vida toda. Finalmente es perdición eterna, perpetuamente separados de la presencia y de la amistad del Señor. 
Un GPS espiritual
Ahora, quiero referirme a un engaño en el que podemos caer fácilmente. Es claro que muchos de nosotros no nos vamos a apartar del Camino elegido. Vamos a seguir buscando al Señor hasta el final de nuestras vidas. El diablo no nos va a vencer. Pero puede engañarnos sutilmente. Y podemos terminar con pequeñas desviaciones del Camino. Esos pequeños errores iniciales de dirección nos llevarán, con el tiempo, a grandes errores.
Necesitamos un GPS espiritual. Necesitamos una voz que nos diga: “Recalculando”. Necesitamos revisar nuestro andar y escuchar la voz del Espíritu Santo que nos diga: “Vuelve a la senda correcta, la que te lleva hacia el Propósito Eterno de Dios”.
Quiero darles un par de ejemplos de engaños. Supongamos que después de convertirnos y de comenzar a caminar firmemente hacia el objetivo, llegamos hasta cierto punto de nuestra semejanza a Cristo y nos quedamos. Seguimos procurando no pecar, yendo a todas las reuniones, practicando todas las disciplinas espirituales, sin una propuesta de corregir aquellas fallas de carácter que traemos de nuestra vana manera de vivir. Nuestro hermano Daniel Divano habla de este camino hacia la meta como una escalera que tenemos que subir. Pero muchos se quedan en el descanso de la escalera, satisfechos de todo lo que avanzaron, y ya no suben más. Este es un tipo de autoengaño.
Otro engaño muy común es creer que el avance está relacionado con realizar actividades dentro de la vida de la Iglesia. Estas pueden estar dentro del variado e inoperante activismo religioso, tan popular hoy, aunque completamente inútil para el propósito del Señor. Otras pueden parecer fructíferas para el Plan de Dios: predicar el evangelio, discipular a los que se convierten, corregir a los hermanos errados, etc.  En este caso, nuestra acción puede dar la impresión de ser acertada, pero si no se ajusta al patrón neotestamentario, no redundará en la formación de la imagen de Jesús en cada discípulo. 
Por eso es que necesitamos, en forma continua e intensa, la acción de este “GPS” en nuestras vidas. Hay dos referencias imprescindibles: Mirar a Jesús, y la palabra apostólica
1- Mirar a Jesús
En Números 21:4-9, las Escrituras nos relatan una historia interesante: El pueblo de Israel se había quejado amargamente contra Dios en el desierto. Como juicio, aparecieron serpientes que mordían a la gente produciendo gran mortandad. Cuando el pueblo se arrepintió, Dios mandó a Moisés que hiciera una serpiente de bronce y la pusiera sobre un asta. Y les dijo que cuando miraran a la serpiente de bronce, aunque fueran mordidos por esos reptiles, no morirían. ¡Así que los que miraban a la serpiente de bronce, vivían!
Ahora, prestemos atención a estas palabras de Jesús: “Y como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado,para que todo aquel que en él cree, no se pierda, mas tenga vida eterna” (Juan 3:14-15). Jesús, en esa cruz, sería levantado de la misma forma que aquella serpiente de bronce. ¿Notan en esta comparación la coincidencia entre mirar a la Cruz de Jesús y creer? Creer al Señor, la fe que nos salva y nos da vida eterna, está íntimamente relacionada con el ejercicio de mirar a Jesús.
Nuestra santificación, nuestro proceso a la semejanza de Cristo Jesús, está también relacionado con esta práctica de mirar al Señor. Dice el escritor de Hebreos: “Por tanto, nosotros también, teniendo en derredor nuestro tan grande nube de testigos, despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con paciencia la carrera que tenemos por delante, puestos los ojos en Jesús, el autor y consumador de la fe, el cual por el gozo puesto delante de él sufrió la cruz, menospreciando el oprobio, y se sentó a la diestra del trono de Dios.” (Hebreos 12:1-2)
Mirar a Jesús no es una disciplina mística. Es enfocar nuestra atención y meditación en el hecho de Cristo: Su preexistencia, su Deidad, su encarnación, su vida en esta tierra, su muerte y resurrección, su exaltación, su pronta venida. Y de contemplar la hermosura del Señor surgirá nuestra adoración y nuestro deseo de ser semejantes a Él.
Así, Jesús será nuestro único modelo, nuestro único punto de referencia. Su espiritualidad, su dependencia del Padre, su acción y dinámica entre los hombres, serán objetivos importantes para nuestras vidas y para las vidas de los discípulos. “El que dice que permanece en él, debe andar como él anduvo” (1 Juan 2:6). Y andar tiene que ver con nuestra conducta, fundamentalmente.
En el pasaje anterior de Hebreos, se afirma con total convicción que Jesús no es sólo el autor de nuestra fe, sino también el consumador, el que la va a hacer plena. En palabras del apóstol a la iglesia de Filipos: “Estoy persuadido de esto, que el que comenzó en vosotros la buena obra, la perfeccionará hasta el día de Jesucristo” (Filip. 1:6). Cuando veo todo lo que me falta alcanzar, mi alma muchas veces se desanima. Entonces compruebo que algo ya hizo el Señor en mi vida. Tal vez muy pequeño. Y esto me llena de consuelo, porque el que comenzó en mí la obra de santificación, la va a perfeccionar hasta el día postrero. ¡Aleluya!
2- La palabra apostólica
En la carta a los Efesios, se afirma claramente que el fundamento de la Iglesia para todo tiempo y todo lugar es la revelación de los apóstoles y profetas (Efesios 2:20; 3:5). Estos ministerios tienen la revelación clara del cimiento de fe de la Iglesia del Señor.
En la Gran Comisión (Mateo 28:19-20), Jesús nos manda a hacer discípulos, y nos dice que les enseñemos todas las cosas que Él ha mandado, expresado en los evangelios y en las cartas apostólicas. La tarea asignada a sus discípulos para hacer discípulos era transmitirles su doctrina (expresada en mandamientos), no solo como una enseñanza sin sentido, teórica, sino que tenían que creer la Verdad de Jesús y guardar sus mandamientos. Porque el que ama a Jesús, guarda sus mandamientos (Juan 14:21).
En el capítulo 2 del libro de Hechos se nos dice que esos primeros discípulos “perseveraban en la doctrina de los apóstoles”. Hacía aproximadamente diez días que Jesús había ascendido a los cielos. ¿Estarían los apóstoles enseñando una doctrina diferente a lo que Jesús les había mandado en su comisión final? Por supuesto que no. Estoy convencido de que los apóstoles, con unción y poder, enseñaron la palabra de Cristo con toda fidelidad. Lo que ellos comunicaron nunca se podrá cambiar. ¡Inmutable es la verdad de Cristo!
Por eso, no sólo tenemos que mirar a Jesús y anhelar ese modelo de vida y servicio a Dios. También tenemos que impregnarnos de la palabra apostólica: Las cartas de Pablo, Pedro, Juan, etc. Esta palabra es la única fuente de información que tenemos para la dinámica y la edificación de la Iglesia. 
Una exhortación final
Si estas dos referencias están en nosotros, y la actitud de continua evaluación existe en nuestros corazones, este “GPS espiritual” funcionará a pleno. Marcharemos con desvíos muy pequeños, casi imperceptibles. Porque cuando nuestro camino se comience a desviar, la pronta y certera corrección lo hará volver a la verdadera senda. El destino final será el decidido por Dios: Seremos como Jesús, y formaremos parte de la gran familia de discípulos conformados a la semejanza del Señor.
Ruego al Señor que los que lean estas páginas sean impulsados a tener el corazón del apóstol:
“Pero cuantas cosas eran para mí ganancia, las he estimado como pérdida por amor de Cristo. Y ciertamente, aun estimo todas las cosas como pérdida por la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús, mi Señor, por amor del cual lo he perdido todo, y lo tengo por basura, para ganar a Cristo, y ser hallado en él, no teniendo mi propia justicia, que es por la ley, sino la que es por la fe de Cristo, la justicia que es de Dios por la fe; a fin de conocerle, y el poder de su resurrección, y la participación de sus padecimientos, llegando a ser semejante a él en su muerte, si en alguna manera llegase a la resurrección de entre los muertos. No que lo haya alcanzado ya, ni que ya sea perfecto; sino que prosigo, por ver si logro asir aquello para lo cual fui también asido por Cristo Jesús. Hermanos, yo mismo no pretendo haberlo ya alcanzado; pero una cosa hago: olvidando ciertamente lo que queda atrás, y extendiéndome a lo que está delante, PROSIGO A LA META, al premio del supremo llamamiento de Dios en Cristo Jesús.”                                                                Filipenses 3:7-14

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